sábado, 24 de marzo de 2007

Contra el fundamentalismo científico.

Los historiadores de la ciencia, influidos por su visión neopositivista, han sostenido que el desarrollo científico constituye el paradigma de la racionalidad y afirman que si la ciencia gobierna nuestras vidas ha sido gracias a una larga y dura batalla contra la Iglesia, la tradición, las supersticiones y toda clase de creencias irracionales. Lo cierto es que la ciencia moderna no triunfó por su racionalidad superior sino por el hábil empleo de la retórica y de las artes políticas de sus fundadores. Según Fayerabend Galileo no ganó su campaña en defensa de la astronomía copernicana porque se ajustara a las reglas del "método científico" sino por su capacidad de persuasión a la hora de conseguir el respaldo de quienes se oponían a la tradición escolástica imperante en su época, gracias a lo cual Copérnico pasó a representar entonces el progreso como símbolo de los ideales de una nueva tendencia en la sociedad.
De acuerdo con el filósofo de la ciencia más influyente en el siglo XX, Karl Popper, una teoría es científica únicamente en la medida en que es falsable y debe ser abandonada tan pronto como quede falsada. Según este criterio las ideas de Darwin y de Einstein no habrían sido nunca aceptadas ya que cuando fueron presentadas por primera vez ambas teorías presentaban discordancias con parte de la evidencia disponible; sólo años después se presentaría una nueva evidencia que les serviría de apoyo crucial. La aplicación de la concepción popperiana del método científico habría liquidado esas teorías en el momento mismo de su nacimiento.
Tampoco los fundadores de la ciencia moderna tenían mucho de lo que hoy se considera una cosmovisión científica. Galileo se tenía a sí mismo como un defensor de la teología, y no por un enemigo de la Iglesia. Newton, cuyas teorías sentaron las bases de la filosofía mecanicista, entendía el mundo como un orden de creación divina y dedicó la mayor parte de su tiempo al estudio de la alquimia. Tycho Brahe interpretaba los casos aparentemente anómalos como "milagros" y para Johannes Kepler las anomalías de la astronomía eran reacciones del "alma telúrica". Las creencias consideradas hoy en día como pertenecientes a la religión, el mito o la magia ocuparon un lugar central en las cosmovisiones de las personas que dieron origen a la ciencia moderna. El éxito de la ciencia ilustra una verdad crucial: que el progreso de la ciencia es el resultado de ese actuar contra la razón. Sin caos no hay conocimiento, ni progreso. Las ideas que hoy en día conforman la base misma de la ciencia existen porque existieron previamente los prejuicios, el engreimiento o la pasión, y porque eran ideas que se oponían a la razón y a las que se dio rienda suelta. El fundamentalismo científico considera la ciencia como suprema expresión de la razón y contribuye a afianzar el antropocentrismo. Nos anima a creer que podemos desentrañar los secretos del mundo natural como ningún otro animal, y por tanto, plegarlo a nuestra voluntad. Pero en realidad la ciencia sugiere una perspectiva de las cosas sumamente incómoda para la mente humana. El mundo tal y como lo vieron físicos como Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg, no constituye un cosmos ordenado sino un semicaos que se escapa a nuestros conceptos intuitivos de causalidad y lógica clásica. De hecho, es posible que el valor supremo de la ciencia consista, en realidad, en mostrar que el mundo que los humanos estamos programados para percibir no es más que una quimera.

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