miércoles, 28 de marzo de 2007

Y aún así seguimos ilusionándonos...

Tras la apoteosis racionalista llevada a cabo por el Idealismo de Hegel y el Positivismo a principios del siglo XIX, hubo un agotamiento filosófico de ese endiosamiento de la razón como último y fundamental resorte tanto de la realidad como del conocimiento. El Idealismo, con su carácter abstracto y racionalista, quiso dar una explicación de la realidad fabricada toda ella desde el sujeto y el Positivismo, situado en las antípodas de ese subjetivismo trascendental y sintiéndose en la obligación de limitar especulaciones ateniéndose al análisis racional de los hechos para obtener así las leyes que regulan las relaciones entre los objetos situó el conocimiento filosófico en un plano matematizante y calculador. A partir de entonces el pensamiento se atuvo a aspectos más reales, a la realidad fenoménica, y los filósofos dirigieron su mirada hacia las ciencias, que vivían momentos de gran esplendor, cuyos métodos y modelos intentaron aplicar a la filosofía. La biología fue una de las disciplinas reinas en este período gracias a la teoría del darwinismo, que cambió completamente la idea que el hombre tenía de sí mismo.
La filosofía de Schopenhauer fue una crítica a la razón y al racionalismo, hostil a los métodos y doctrinas hegelianos (para él la creencia hegeliana en un final feliz para la historia humana eran divagaciones de un estúpido y torpe charlatán). Idealista convencido, convenía con Kant en que el hombre sólo puede vivir en el mundo fenoménico. Pero para Schopenhauer, el fenoménico era un mundo ilusorio, siempre controlado por la Voluntad, que dirige a todo ser vivo, incluidos los humanos. Esta Voluntad, carece por completo de propósito, es una especie de ímpetu irracional que fuerza a todas las cosas vivientes a aparearse, reproducirse y morir. Sólo mediante la intuición puede captarse la Voluntad o esencia de la realidad, el Ser o Absoluto, la realidad básica de todo ser humano. El mundo cognoscible y de nuestra experiencia depende del mundo de los fenómenos, es nuestra Representación, y sobre éstos versa toda la ciencia, que constituye el estudio de las relaciones que ligan en nuestro entendimiento el estudio de los fenómenos pues de la "cosa en sí" kantiana no sabemos nada, o sólo por intuición podemos captarlo (afirmando así el carácter irracional de todo lo real). Schopenhauer difiere de los positivistas porque piensa que tal elaboración es subjetiva, una captación del yo que no puede penetrar la presencia real o esencia de las entidades físicas pues lo que percibimos en nuestro conocimiento es sólo un reflejo o traducción por el yo de lo real para permitirnos identificar lo objetivo fuera de nosotros; una apariencia que eludía la auténtica realidad, de ahí que desconfie de los científicos y vea la ciencia como abocada tarde o temprano al fracaso.
A los seres humanos les gusta creer que su vida posee algún significado superior, pero ésta no es más que el impulso de satisfacer nuevos deseos. Diferentes voluntades individuales (que en realidad son una sola) entran entonces en inevitable conflicto, y esto es lo que produce el sufrimiento. Schopenhauer concluye que toda vida es dolor y sufrimiento, "la vida es un fastidio, nos chupa la sangre", estamos en manos de la Voluntad, que nos crea deseos insaciable, y aún cuando el hombre consigue, tras múltiples esfuerzos, mitigar o escapar momentáneamente de ese sufrimiento, la consecuencia es el tedio. La Voluntad nos utiliza para conseguir sus objetivos y luego nos despacha. No se preocupa en absoluto por el individuo. Es por ello que Schopenhauer propone una huida del mundo para escapar a la tiranía de la Voluntad. En primer lugar, nos propone liberarnos por medio del arte, que nos eleva por encima de la individualidad de las cosas para llegar a captar las esencias o formas universales de éstas; así el artista se libera de sus límites individuales y goza de aquella realidad pura que trasciende los determinismos espacio-temporales y las pasiones individuales. Pero esta emancipación es sólo provisional; tras la experiencia estética el artista vuelve a lo concreto, a lo particular, para verse perdido de nuevo en el bullicio del devenir. Schopenhauer invita entonces al acto del suicidio. Pero aquí se produce un engaño. El que se suicida, en el fondo ama la vida, lo que le resulta insoportable son las circunstancias en que se le plantea. Aunque consiga quitarse la vida la Voluntad volverá a manifestarse en otro ser humano sustituto. Lo que el suicida debiera hacer es aceptar esos motivos que le hacen la vida insoportable para desarraigar el deseo metafísico de vivir. Otra alternativa es la práctica de la compasión pues todo hombre llevado de sus impulsos intenta extender su dominio cuanto puede mediante el engaño, la convicción o la fuerza para así aumentar la fuerza de su yo. Se trata de poner límites al insaciable egoísmo propio e invita a dar un paso más, también se puede aumentar la felicidad del otro y compartir su dolor. Más allá de las apariencias individuales todos participamos de una única realidad. La virtud de la compasión consiste esencialmente en cargar sobre los propios hombros parte del pesado fardo que todo ser humano lleva consigo por el mero hecho de existir. Por último estaría el paso de renunciar a todo deseo (una especie de nirvana) mediante la vida ascética (Schopenhauer fue el primer filósofo europeo influido por el budismo). La imagen del Buda quieto, sonriente, pacífico, inmóvil, es la expresión de ese estado que parece haber salido del devenir para instalarse en la quietud del ser. Pese a sus inclinaciones místicas Schopenhauer rechazó profundamente las religiones sistematizadas socialmente, a las que denominó "metafísica para el pueblo" y por tanto una forma de control y opresión más sobre las personas. Este fue uno de los motivos por los que alrededor suyo se organizó un complot de silencio contra el que reaccionó con furia, acusando a los ambientes académicos de estar bajo el control de la Iglesia, motivo que le amargó la vida llenándolo de resentimiento y rencor, y una de las razones por los que pasaría a ser conocido en la historia de la filosofía como el "viejo cascarrabias".

sábado, 24 de marzo de 2007

El espejismo de la evolución consciente.

Actualmente hay casi 200 estados soberanos en el mundo. Pero no es el número lo que hace la tecnología ingobernable sino la propia tecnología. Las nuevas tecnologías de destrucción masiva son baratas y de fácil disponibilidad. Las tecnologías del siglo XXI -la genética, las nanotecnologías y la robótica- son tan peligrosas que pueden engendrar toda clase de abusos y accidentes, en parte dada la extraordinaria difusión o globalización del conocimiento, y en parte los gobiernos son culpables de esta situación al ceder tanto control de la tecnología al mercado. Aunque se prohibiese la modificación genética de cultivos, animales o seres humanos en determinados países, seguiría adelante en otros. Las potencias mundiales pueden comprometerse a que la ingeniería genética tenga únicamente usos benignos, pero sólo es cuestión de tiempo que acabe usada con fines bélicos o para cometer crímenes atroces contra la humanidad. Hay un motivo más profundo por el que "la humanidad" nunca controlará la tecnología: la tecnología no es algo que el hombre pueda controlar, es un factor ya dado con el que se ha encontrado en el mundo. De nada sirve lamentarse de que el progreso moral no ha sabido mantenerse al nivel del conocimiento científico, la culpa no la tienen las herramientas, sino nosotros mismos. La debilidad de la naturaleza humana, por desgracia, es un problema sin solución.
La tecnología no es un invento humano, se encuentra también en el reino de los insectos. La industria a la que se dedican algunas hormigas cortadoras de hojas está próxima a la agricultura. Las ciudades no son más artificiales que las colmenas de abejas. Internet es tan natural como lo es una tela de araña. Nosotros mismos somos artilugios tecnológicos inventados por antiguas comunidades de bacterias como modo de supervivencia genética, según afirman Margulis y Sagan. Si las máquinas nos acaban sustituyendo, supondrá un cambio evolutivo en nada diferente del que se produjo cuando las bacterias se combinaron para crear nuestros primeros antecesores.
El grueso de la especie humana se rige por las necesidades del momento. Parece condenada a arruinar el equilibrio de la vida sobre la Tierra, a ser el agente de su propia destrucción. Los amantes de la Tierra no sueñan con convertirse en los administradores del planeta sino con el día en que los seres humanos hayan dejado de importar más que los de cualquier otra especie.

La ciencia como engaño e ilusión.

Los seres humanos no pueden vivir sin hacerse ilusiones. Para los hombres y mujeres de hoy puede que la fe irracional sea el único antídoto contra el nihilismo. Sin la esperanza de que el futuro será mejor que el pasado no podrían seguir viviendo. Los hombres y las mujeres de hoy, han sustituido la fe en Dios por la veneración científica como medio de anonadar nuestra razón y fortalecer nuestra fe en la humanidad. Sólo la ciencia sirve actualmente de apoyo para el mito del progreso porque nos da una sensación de progreso que la vida ética y política no puede proporcionarnos. Y sólo la ciencia tiene hoy poder, al igual que la Iglesia en el pasado, de silenciar a los herejes, de destruir o marginar a los pensadores independientes.

La verdad y sus consecuencias.

Los humanistas cren que si conocemos la verdad, seremos libres. Esta fe moderna en la verdad es el vestigio de un antiguo credo que nació con Sócrates, se contagió a Platón y luego heredó el cristianismo. Sócrates creía que la mejor vida era la vida examinada porque pensaba que verdad y bien eran una misma cosa y que la auténtica verdad radicaba en las cosas invariables y eternas, perfectas: la idea del Bien, de la Belleza, de la Verdad...Pero una cosa es el conocimiento humano, y otra su bienestar. Lo cierto es que el ser humano no es un animal programado genéticamente para la búsqueda de verdades eternas sólo alcanzables por la razón. La vida examinada puede no valer la pena desde el momento en que no es apta y útil para vivirla. En la lucha por la vida el gusto por la verdad es un lujo que se paga caro, quizás con la propia vida. La teoría darwiniana nos dice que para la supervivencia o para la reproducción no se necesita interés por la verdad y lo normal es que suponga una desventaja, o al menos un inconveniente.

Sólo cuando la mente, torturada por alguna tensión interior, ha perdido toda esperanza de felicidad, odia su jaula de vida, y busca más allá.

Contra el fundamentalismo científico.

Los historiadores de la ciencia, influidos por su visión neopositivista, han sostenido que el desarrollo científico constituye el paradigma de la racionalidad y afirman que si la ciencia gobierna nuestras vidas ha sido gracias a una larga y dura batalla contra la Iglesia, la tradición, las supersticiones y toda clase de creencias irracionales. Lo cierto es que la ciencia moderna no triunfó por su racionalidad superior sino por el hábil empleo de la retórica y de las artes políticas de sus fundadores. Según Fayerabend Galileo no ganó su campaña en defensa de la astronomía copernicana porque se ajustara a las reglas del "método científico" sino por su capacidad de persuasión a la hora de conseguir el respaldo de quienes se oponían a la tradición escolástica imperante en su época, gracias a lo cual Copérnico pasó a representar entonces el progreso como símbolo de los ideales de una nueva tendencia en la sociedad.
De acuerdo con el filósofo de la ciencia más influyente en el siglo XX, Karl Popper, una teoría es científica únicamente en la medida en que es falsable y debe ser abandonada tan pronto como quede falsada. Según este criterio las ideas de Darwin y de Einstein no habrían sido nunca aceptadas ya que cuando fueron presentadas por primera vez ambas teorías presentaban discordancias con parte de la evidencia disponible; sólo años después se presentaría una nueva evidencia que les serviría de apoyo crucial. La aplicación de la concepción popperiana del método científico habría liquidado esas teorías en el momento mismo de su nacimiento.
Tampoco los fundadores de la ciencia moderna tenían mucho de lo que hoy se considera una cosmovisión científica. Galileo se tenía a sí mismo como un defensor de la teología, y no por un enemigo de la Iglesia. Newton, cuyas teorías sentaron las bases de la filosofía mecanicista, entendía el mundo como un orden de creación divina y dedicó la mayor parte de su tiempo al estudio de la alquimia. Tycho Brahe interpretaba los casos aparentemente anómalos como "milagros" y para Johannes Kepler las anomalías de la astronomía eran reacciones del "alma telúrica". Las creencias consideradas hoy en día como pertenecientes a la religión, el mito o la magia ocuparon un lugar central en las cosmovisiones de las personas que dieron origen a la ciencia moderna. El éxito de la ciencia ilustra una verdad crucial: que el progreso de la ciencia es el resultado de ese actuar contra la razón. Sin caos no hay conocimiento, ni progreso. Las ideas que hoy en día conforman la base misma de la ciencia existen porque existieron previamente los prejuicios, el engreimiento o la pasión, y porque eran ideas que se oponían a la razón y a las que se dio rienda suelta. El fundamentalismo científico considera la ciencia como suprema expresión de la razón y contribuye a afianzar el antropocentrismo. Nos anima a creer que podemos desentrañar los secretos del mundo natural como ningún otro animal, y por tanto, plegarlo a nuestra voluntad. Pero en realidad la ciencia sugiere una perspectiva de las cosas sumamente incómoda para la mente humana. El mundo tal y como lo vieron físicos como Erwin Schrödinger y Werner Heisenberg, no constituye un cosmos ordenado sino un semicaos que se escapa a nuestros conceptos intuitivos de causalidad y lógica clásica. De hecho, es posible que el valor supremo de la ciencia consista, en realidad, en mostrar que el mundo que los humanos estamos programados para percibir no es más que una quimera.